Por amor al planeta


Hace seis años Volkswagen de México inició el "Programa Por Amor al Planeta" el cual en una de sus modalidades reconoce a investigadores o grupos de investigación con una carrera distinguida dentro del área de conservación biológica en México, investigadores cuyas aportaciones hayan incidido en el establecimiento de políticas  para la conservación de la naturaleza, en la formación de nuevas generaciones de investigadores y que hayan procurado la difusión de sus trabajos hacia la sociedad. La segunda modalidad del programa es el apoyo a un proyecto de investigación dentro de un Área Natural Protegida.

Este año uno de los investigadores reconocidos por Volkswagen es una persona  muy querida por mi, que ha sido parte medular de mi vida desde hace 27 años y que ha contribuido en muchos aspectos de mi formación personal y profesional. Hoy quiero dedicar este espacio en primera instancia a reconocer su labor como investigador, como docente y como un ciudadano comprometido con nuestro país y en segunda instancia a compartirles un fragmento del discurso que él dio al recibir este premio el pasado 22 de marzo; se trata de un texto emotivo, enriquecedor y ameno que sin duda nos ayudará a todos a comprender mejor la importancia de la conservación y los bemoles de la restauración.



Fragmento del texto de Mario González Espinosa al recibir el
Premio a la Investigación científica para la conservación biológica 2012
Programa Volkswagen: Por amor al planeta
Antigua Hacienda de Tlapan, México, D.F., 22 de marzo de 2012

(...)Deseo compartir mi postura acerca de un debate actual que puede tener importantes consecuencias tanto para la conservación de la biodiversidad, como para su restauración. El viernes pasado escuché a Sir Robert Watson mencionar en sus conclusiones, en una de las conferencias para celebrar el XX Aniversario de la CONABIO, la necesidad de que los científicos nos comuniquemos más y mejor con el público general acerca de la biodiversidad y sus múltiples valores. Con esta idea en mente, no entraré en detalles científicos para abordar el problema de la adopción de especies no nativas como equivalentes de las originales de una región dada. El tema es relevante porque algunos colegas proponen que muchas especies, al ser funcionalmente equivalentes a otras, pueden incorporarse sin consecuencias a ecosistemas distintos a los de su procedencia original.

Llevo conmigo una impronta de escepticismo sobre este tipo de posiciones, que aprecio simplistas, acerca de la biodiversidad. Daré un ejemplo, que si bien proviene de mis más personales intereses, es claramente ilustrativo del punto que quiero hacer notar. Como hijo de un violinista profesional, desde muy pequeño escuché y, después constaté, que las maderas y otros materiales con los que se construye un violín y otros instrumentos de cuerda o los arcos con los que se tocan, deben cumplir con especificaciones muy estrictas sobre las especies, variedades y regiones de origen para esperar construir un instrumento de alta calidad. No sólo me refiero a las maravillosas joyas del siglo XVIII, valuadas en millones de dólares, que siguen en plenitud de uso alrededor del mundo en las manos de grandes solistas, sino también a los excelentes instrumentos y arcos que se construyen hoy en día. La tapa superior debe ser de abeto de Suiza o del norte de Italia; los aros, el fondo y el puente son de madera de arce de los Balcanes; el diapasón, las clavijas y el tiracuerdas se hacen de ébano de África; la vara del arco debe ser de palo de pernambuco, Caesalpinia echinata, del Brasil; la cinta del arco es de crin o pelaje largo de caballo, preferentemente de Mongolia, y se frota con pez o colofonia obtenida de varias coníferas; la nuez del arco suele ser de ébano de África. Otras pequeñas piezas no parecen ser tan importantes para la producción del sonido, pero lamentablemente su uso llevó con frecuencia a un terrible tráfico ilegal, motivando la búsqueda de materiales sustitutos. Me refiero a pequeñas partes de concha de carey, concha de madreperla, la punta del arco de marfil de elefante o de mamut de Siberia, la guarnición del arco hecha de la piel de una cabra del Tibet o la de un lagarto de Madagascar. Sin embargo, al margen de estas piezas de menor repercusión funcional, al final y hasta ahora, no es sólo por una cuestión de estética o de vanidad que se deben utilizar maderas y productos animales como los mencionados, sino porque con instrumentos y arcos construidos con materiales que los sustituyen, las vibraciones producidas por el ejecutante no son iguales. Como resultado, las obras musicales suenan diferentes y no nos causan igual asombro como cuando son ejecutadas por un gran artista si su instrumento es un “fuera de serie”, elaborado celosamente con muchos de los materiales que mencioné. Seguramente ustedes pueden imaginar otros ejemplos parecidos si su interés son los tintes naturales de los textiles de Chiapas o los ingredientes de la elaborada cocina mexicana. El mensaje es, en todo caso, que incluso en un contexto meramente utilitario, los elementos básicos de la biodiversidad -las especies y las variedades- no se sustituyen con facilidad.

Ya hace tiempo que el Dr. Paul Erhlich publicó una metáfora acerca de la extinción de las especies. Decía que imagináramos cada especie como uno de los muchos remaches que mantienen juntas las piezas de un avión y le brindan la posibilidad de volar con seguridad. Si perdemos un remache durante el vuelo quizá no se afecte mucho la seguridad del viaje. Pero, ¿cuántos remaches podemos perder sin que el avión se desintegre y caiga? ¿Cuántas especies podemos perder sin que los ecosistemas se colapsen? Podemos preguntar también ahora, ¿da lo mismo que los remaches sean de aluminio, de acero, de metal Babbitt o de plástico, madera o vidrio, pues al fin y al cabo todos tienen la misma función? ¿Cuántas especies y variedades nativas originales podemos reemplazar en poco tiempo por especies no nativas exóticas sin alterar el funcionamiento de los ecosistemas, cuando esta últimas han evolucionado en otros ambientes?

Es cierto que hay mucho margen para debatir sobre qué tanto es posible recuperar de la naturaleza a través de la restauración, cuando a menudo no se dispone de la evidencia detallada sobre su composición original de especies y estructura. Sin embargo, en aprecio de las incógnitas que aún tenemos, sustituir las especies y variedades nativas por otras exóticas, que se consideran equivalentes en sus funciones, aunque puede ser necesario en ciertas condiciones, me parece más bien peligroso en muchas otras. Aunque la inmensa mayoría de las especies de árboles se pueden comprender y manejar con base en su grado de tolerancia a la sombra y a la sequía, sabemos que al aportar distintos elementos y sustancias, sus interacciones y efectos sobre los ecosistemas resultan muy diferentes. Aunque pueda ser incómoda para algunos, creo que amar la biodiversidad es amar la complejidad y las inumerables interacciones que puede conjugar.

La restauración puede quedarse corta respecto al sistema original que sufrió la destrucción o degradación, pero no por ello debemos dejar de intentarlo. Esta idea de la supuesta sustitución de especies pasa por alto los aspectos culturales que las etnias mantienen con su tradición de uso, lo cual tiene gran importancia en países como el nuestro. Esta visión simplista no ayuda a valorar un patrimonio natural todavía desconocido en la inmensa mayoría de sus interacciones y que aún necesitamos aprender a manejar de manera sustentable. Tampoco valora el patrimonio cultural inmaterial que conlleva, patrimonio de otros mexicanos que muchas veces no comparten siquiera el español. No sería poco lo que podría perderse si se aplicara a fondo esta estrategia de restauración en regiones como Chiapas, donde sabemos que al menos un tercio de las especies de plantas son utilizadas todavía hoy en día por las comunidades indígenas y campesinas mestizas. Ante esto, tal vez el principio de precaución debiera jugar un papel importante en la definición de políticas públicas sobre la restauración de ecosistemas en nuestro país.

En 1974, el doctor Richard Lewontin publicó su libro Las bases genéticas del cambio evolutivo, sin duda una de las mayores obras del siglo XX en la genética y la evolución. Al inicio del libro aparece, como epígrafe, el primer verso de La Divina Comedia de Dante Alighieri, en su idioma original, el toscano medieval. 

A la mitad del viaje de nuestra vida
me encontré en una selva oscura
porque mi ruta había extraviado.
Cuán penoso me sería decir lo salvaje,
áspera y espesa que era esta selva,
cuyo recuerdo renueva mi pavor,
pavor tan amargo, que la muerte no lo es tanto.

Desde que adquirí este libro, a poco de haberse publicado, y luego cuando tuve que trabajar sobre él en un curso de mi doctorado, y también por muchos años después, he pensado en qué podría significar esta metáfora.

“¡La poesía no es de quien la escribe, sino de quien la usa!” Las personas sencillas, como el repartidor del correo en El Cartero de Neruda, necesitamos del apoyo de los grandes talentos para transmitir y motivar ciertas emociones e ideas. Esta imagen tan fuerte de Dante ha podido estremecer la sensibilidad y hacer volar la imaginación de los hombres y mujeres desde el siglo XIII a la fecha. Con ella algunos hemos podido ganar fuerza para afrontar disyuntivas difíciles en nuestras vidas. Pero también, al contemplar la grandeza y longevidad de los bosques y selvas maduras hemos podido revivir y comprender en el reposo de su interior algunas de esas emociones, y también la incertidumbre y el misterio, elementos cotidianos de la ciencia. ¿Cómo van un niño o una jovencita a vivir experiencias semejantes y cerrar el círculo o la alternancia de la emoción y la razón, si no nos esforzamos porque existan tales bosques y selvas salvajes, ásperas y espesas a su alcance, para luego comprender el sentido metafórico en la magia de la lectura?

Nuevamente, hablo de la biodiversidad con todas sus implicaciones. No se trata de restaurar un bosque cualquiera con especies ajenas o nativas de aprovechamiento comercial, como los pinos, de esas especies llamadas ahora híper abundantes; un bosque ralo, con pocas especies y donde se mantiene un interior despejado y bien iluminado. Concedo que tales bosques, simplificados, uniformes y altamente productivos, como si fueran maizales, pueden ser necesarios y deben promoverse donde sean requeridos y eficientes para mejorar las condiciones de vida de las poblaciones locales. Pero no por ello debemos dejar de lado la necesidad de restaurar bosques y selvas maduras, repletas de interacciones biológicas, en reductos tan extensos como sea posible, en los que la naturaleza pueda también ser conservada y restaurada con la complejidad de especies que pueda motivar en las generaciones futuras el mismo asombro y misterio que Dante intentó provocar hace ocho siglos.

(...) Necesitamos entender mejor las complejas interacciones de los sistemas ecológicos y sociales en beneficio inmediato de quienes forman los mayores grupos de población en nuestro planeta. Ellos, como nosotros también, necesitan saber cuánta biodiversidad tienen, cómo la pueden mantener y cómo pueden aprovecharla de manera sustentable para alcanzar su bienestar. Cumplir estas tareas, a su lado y con su apoyo, son quizá una utopía que me propongo como un sueño posible, alcanzable y por el que vale la vida luchar desde diferentes frentes cada día con tesón y alegría.

Muchas gracias.


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